En el rellano de Raskólnikov

La placa en la puerta, por previsible que sea, suscita una in­negable emoción: no estamos acostumbrados a considerar ese nombre, Dostoievski, como el de un inquilino. Dostoievski em­pero, no sólo vivió en este apartamento del primer piso de la ca­lle Kaznachéiskaia 11 en Leningrado, escribiendo en sus habita­ciones Crimen y castigo, sino que fue poeta de estos rellanos, de cuartitos abuhardillados y escaleras mal iluminadas, de las es­cuálidas viviendas populares donde Raskólnikov se abandona a su delirio de elevarse por encima del bien y del mal.


Con un genio en el que la caridad cristiana se entrelazaba con la más turbia experiencia del nihilismo moderno, Dos­toievski mostró cuán trágica y al tiempo ridículamente banal es la seducción transgresora, que invita a infringir la ley moral en nombre del insondable y fangoso fluir de la vida; sus héroes, como Raskólnikov o cada uno de nosotros, son grandes en el su­frimiento y a la postre en la protervia que induce a dejarse des­lumbrar por la bazofia del mal, interpretando al pie de la letra los primeros libros que se ponen a tiro, devorados apresurada­mente y mal digeridos. Tal vez sólo Dante haya logrado en igual medida hacer hablar a sus personajes desde el interior de sus dramas, sin arrollados con el decálogo de valores en que creía firmemente. Dostoievski no impone ni siquiera a sus figuras más abyectas, a la voz de su desgarrada depravación, el Evange­lio; es más, es precisamente éste el que le intima a escuchar, sin censuras, las expresiones más disonantes del corazón humano. En esa Divina comedia moderna que es su narrativa, los cercos dantescos se han transformado en las escaleras y los pasillos os­curos de los barrios populares de la metrópoli, el paisaje más verdadero de nuestra poesía, nuestro teatro del mundo.

La visita a esta casa va incluida en el más adocenado pro­grama turístico de todo viaje a Leningrado, lo cual no disminu­ye sin embargo el encanto y la sorpresa al atravesar su umbral. Junto a la entrada hay un bastón, un paraguas y un sombrero; poco más adelante, en la habitación de los hijos, un caballito mecedor con la crin cerdosa, una muñeca, un tintero azul, el cuaderno en que su mujer anotaba el balance doméstico, con las entradas y las salidas. En estas habitaciones flota el misterio de la vida vivida, y no sólo porque quien la vivió se llama Dos­toievski; en torno a los objetos se ha condensado la existencia que han pautado, el tiempo transcurrido deslizándose a través de ellos hacia la nada, el ritmo cotidiano, el placer y la desilu­sión, ese incrédulo estupor con el que se llega al final de un día y de la vida. Las tacitas de café son de color marrón, sobre la mesa hay una caja con té muy fuerte, el escritorio está recubier­to con un paño verde, el icono vela con discreción por el orden doméstico y por una fantasía febril, algunos cigarrillos Laferme parecen salvados sólo provisionalmente de la consumición que, hace más de un siglo, transformó a sus compañeros de paquete en humo y ceniza.

En estas habitaciones donde fue escrito Crimen y castigo no se imagina el ritual de un gran escritor, sino más bien el gesto de quien, de vuelta a casa, deja el sombrero en su sitio. Qué irreal parece, en comparación, la casa museo de Gorki visitada días atrás en Moscú, en la calle Kacalova 6/12, un palacete cons­truido a comienzos de siglo por el millonario Riabusinski.

En aquella casa, donde Gorki vivió desde 1931 hasta su muerte en 1936, casi hay sólo literatura, una mesa alrededor de la que se desarrollaban las reuniones de la Asociación de Escri­tores presididas por él; incluso sus libros en los estantes parecen los que un hombre tiene en una biblioteca para mostrarla al pú­blico más que los sostenidos por él entre las manos en un mo­mento dado por pasión o por azar. En las fotografías se ve a Gorki, con sus ojos oblicuos y sus espesos bigotes paternales, en­tre delegaciones de autores o grupos de colegiales de visita en b casa del Gran Escritor. En esta bella casa modernista hay mucho de institución literaria, que mal soporta la vida; de hecho, antes de que Gorki viviera en ella era la sede de la Editorial de Esta­do. Está la mesa con sus plumas y lapiceros, pero tales señales de la aventura de escribir son avasalladas por las de la administra­ción de la escritura y de la obra escrita; las fotografías captan momentos ejemplares, los chicos no han venido a jugar sino a admirar al célebre autor, alejado aquí en apariencia de su ver­dad, de los vagabundos y los bajos fondos de sus historias. Como en todas las ocasiones rituales de la república literaria, el escritor hace aquí algo diferente, representa otro papel que, se­gún los casos, puede ser meritorio, culpable o vacuo, pero no tiene nada que ver con la escritura, del mismo modo que una conferencia de sexología es algo muy distinto del amor y el sexo.

La culpa no es de Gorki, el cual-como escribe Vittorio Stra­da- ocupa dignamente en la historia literaria «un significativo lugar secundario, diferente del ocupado por el gran visir del rea­lismo», que le ha sido asignado por la tradición soviética; y tam­poco lo es del realismo socialista al que Gorki representaba en aquellos años. Un escritor en cuanto tal, sencillamente, no pue­de ser representante de nada, ni siquiera de las instituciones me­nos peligrosas del realismo estalinista. Quizá fuera Goethe el úl­timo poeta que pudo conciliar -y también él pagando un precio elevado-la poesía con un papel representativo. La idea de Bau­delaire como exponente oficial de algo, aunque se tratara de la transgresión o de las flores del mal, es ridícula, inconciliable con su grandeza. Acaso por ello los grandísimos del siglo XX fueron los escritores como Svevo o Kafka, a quienes la suerte benévola preservó de la posibilidad y, por consiguiente, del peligro de convertirse en figuras oficiales de la sociedad literaria.

El escritor no puede encarnar nada, ni una tendencia ni un mundo poético, puesto que son auténticos sólo hasta que los ex­presa tal como los vive, sin preocuparse de lo que les sucederá ni del efecto que causarán sobre la realidad. Cuando se ocupa y se preocupa por ellos, aun por un sentido de alta responsabilidad moral, acaba su aventura poética y comienza su gestión de la misma, que ha de tener en cuenta tantas otras cosas y conse­cuencias ajenas a ella. En Los Buddenbrook, Thomas Mann ha narrado una grandiosa fábula lubeckense de la declinante socie­dad burguesa. Pues bien, cuando el éxito de su obra maestra lo transformó en el representante de ese mundo, tuvo que conver­tirse en responsable guardián y pedagogo de él; sus bellísimos y limados ensayos ciceronianos sobre Lubeck y la civilización hanseática son espléndidas conferencias, pero algo muy diferen­te de la poesía de Los Buddenbrook, porque sobre ellos pesa el sa­crificio de quien sienta cabeza para hacerse cargo de su familia y a la familia cabría llamada, según el empeño personal, la re­volución, el progreso, el orden, la libertad, la batalla contra la re­presión.

La contradicción puede ser dramática porque el escritor tie­ne todos los deberes de cada hombre, que no puede sacrificar al arte; es responsable frente a su familia, al país, la libertad, la jus­ticia y los demás. También se le puede pedir que renuncie al arte por algo más elevado: Esquilo quiso que en su epitafio fuese re­cordada su milicia en Maratón, no su obra poética; y no pre­tendió combatir por su patria en calidad especial de poeta trági­co, a sabiendas de que podía y debía hacerla solamente como simple ciudadano, como todos los demás.

Cuando la realidad llama a responsabilidades ineludibles, se puede o no deponer la pluma, pero sin hacerse ilusiones con que las prestaciones anteriores atribuyan una autoridad especial al ejercicio de ese deber moral. No molesta que Gorki recibiese a los colegiales, incluso es un gesto simpático que sustrajese horas a su quehacer literario para dedicárselas a ellos, lo molesto es que esos encuentros que habrían debido ser algo obvio, sencillo y natural se conviertan, en las fotografías, en algo excepcional pese a su frecuencia, en algo edificante. Algunas veces el escritor debe tener la humildad de usar la pluma también al servicio de una causa, pero sabiendo que, en ese momento, no está hacien­do de escritor. Los discursos de Thomas Mann contra la Ale­mania nazi pueden valer, en determinado nivel, más que sus no­velas, pero son otra cosa, se expresan en un lenguaje que no tiene nada que ver con el del espíritu del relato.

Hoy el escritor no corre el riesgo de representar una ideolo­gía o una poética de régimen, como Gorki, sino el igualmente grave de convertirse en el speaker a jornada intensiva de la insti­tución literaria que se reproduce taurológicamente a sí misma, en el participante de la mesa redonda permanente sobre la so­ciedad y la vida, en el experto de lo Real. La retórica, o sea, la organización y el engranaje del saber, requiere estos útiles ofi­cios, pero la poesía -por usar los términos de Michelstaedter­tiene que vérselas con la persuasión; es decir, con la lograda o fa­llida búsqueda encaminada a poseer la propia vida y a mirada a la cara sin preocupaciones diplomáticas. Biagio Marin cuenta que una vez, en Grado, una niña a la que le había dicho que era poeta le respondió con tono de chanza: «Los poetas están muer­tos.» Quizá estuviera en lo cierto porque, mientras vive, también el poeta, lo quiera o no, está inscrito en el colegio profesional de la realidad que obliga a lidiar con cautelas, deberes, medidas, compromisos, respetos humanos, limaduras y matices. Sólo cuando es expulsado de ese colegio, la poesía resplandece libre, desinteresada, regiamente despreocupada de todo lo demás.

18 de mayo de 1988
Claudio Magris, El infinito viajar

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