Ordeñe

Doña Encarnación adivinaba cuando me venían las ganas. Las ganas son como una impaciencia. Como una vibración en las rodillas. Se me endurecían los muslos.


Cuando uno es toro, la leche empuja para abajo, para el lado donde nacen las piernas, y late, la leche, como un corazón, abajo, arriba de la verga.

Yo, en el campo, me sobaba ese triángulo de pelo, arriba de la verga. Y me tocaba la verga. Todavía era la de un semental.

Había razón. Yo y Juan Lavalle mamamos de la teta de Doña Agustina Osornio, mi señora madre, la del bello culo. Hombre guapo, Juan Lavalle. Se alistó, pendejo, en los granaderos del general San Martín. Y peleó como el mejor. Se largaba, solo con su caballo, al encuentro de los soldados del rey de España, y los mataba con su sable y la exaltación de un fraile santo. Hasta que lo mataron a él, los montoneros, en un infame pueblo del Norte. Dicen que lo entregó una mujer: pobre Juan Lavalle, tan buen mozo, morir vendido por una mujer.

Era corta la verga de Juan Lavalle. Y la mía era la de un semental. En el campo, a caballo, nos abríamos la bragueta, y las medíamos sobre la montura de los caballos. La mía era, por lo menos, el doble de la de él. Y cuando las medíamos, él se volvía como loco. Por eso se fue con los Granaderos del general San Martín. Para mostrar que su coraje superaba, lejos, el de cualquier soldado de su tiempo, español o criollo. Juan Lavalle: tanto coraje al pedo.

Yo miraba el cielo, en mis campos, y el techo de mi despacho, en los cuarteles de Palermo, y me sobaba duro. Piel, pelo, huesos, carne, verga.

Hay que quitarse esa leche, cuando uno es toro, antes de que cuaje. Porque la cabeza del hombre, con esa leche depositada, allí, abajo, se enturbia. Ordeñar. Y rápido. Como a las vacas. Un hombre, si es hombre, es toro y vaca.

Yo, en mi despacho de Palermo, pensaba 18 horas por día. Escribía. Escribir es pensar. Pensaba 100 leguas por delante de cualquiera que pensara en los intereses del Estado. Eran pocos los que pensaban en los intereses del Estado. Son pocos. Yo soy uno de los pocos. El primero. El mejor.

Los otros, los otros eran criollos de coraje. Como Juan Lavalle. Como Gregorio Aráoz de Lamadrid. Esos dos no supieron, nunca, qué era pensar. Cantores de vidalas, sí.

El manejo del Estado me apasiona. El manejo de los intereses del Estado me apasiona. No la guitarra. No el sexo. El sexo distrae. Lo usaba, claro. Porque la verga se me paraba. Y eso era algo que yo no podía impedir. Ni aún hoy, yo, un hombre fuerte, puedo impedirlo.

Doña Encarnación era buena para el ordeñe.

Vení, murmuraba ella donde fuera que estuviésemos. Cuando terminaba, yo, aliviado, agradecido, le decía que ella, Doña Encarnación, conocía todos los secretos del ordeñe. Ella reía, satisfecha, y me preguntaba si era eso lo que me parecía, y yo le contestaba que sí, que su habilidad me paralizaba, y que su habilidad iba mucho más lejos que la de las mestizas y las negras. Y ni hablar de las indias.

A Doña Encarnación se le arrugaba la piel de la frente cuando yo bajaba esa balanza, pero yo le sonreía, y me cuadraba frente a ella como un cadete rápido y ágil y obediente. A Doña Encarnación se le oscurecían los ojos. Y algo retrocedía dentro de ella. Fríos los ojos de Doña Encarnación.

Doña Encarnación era cruel a la hora del juego amoroso. Y a cualquier hora. Pero yo aguantaba el trabajo de sus manos y de su boca. Me daban algo cuando trabajaban mi cuerpo, que no sé nombrar. Tampoco podía Doña Encarnación. Ella decía: Usté, Don Juan Manuel, patalea y gruñe como un chancho cuando siente el filo del cuchillo en el cogote.

No decía, Doña Encamación, nada que yo no le hubiera escuchado antes. Doña Encarnación gustaba decir cosas como ésa. Muy de campo, Doña Encarnación. Muy de encendérsele los ojos, a Doña Encarnación, cuando le daba en el lomo, con el rebenque, a una negrita traviesa. Muy patrona de estancia. Doña Encarnación.

El farmer, Andrés Rivera

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